viernes, agosto 19

Ya vendieron el piano


Los vi desde la ventanilla del tren y saqué medio cuerpo afuera para llamarlos. Papá tomo a mamá por un brazo, y prácticamente la arrastró hasta llegar frente a mí. Yo miraba, asombrado, cómo había aumentado el volumen de su vientre desde que me marchara un mes atrás y Margarita, mi prima, que se había peinado unas veinte veces durante el viaje, me tironeó de la camisa gritándome que le ayudara con el bolso “Toda la gente está bajando, ¿Pensás quedarte arriba del tren?”
Papá me arrebató el bolso cuando pisé la plataforma. Mamá me estrechó, como pudo, contra su pecho y los cuatro caminamos hacia la salida de la estación.
-¿Lo pasaste bien, Pablito? ¿Cómo se portó el nene, Margarita? ¿Hizo rezongar a la tía Carmen? ¿Todavía sigue en cama tío Miguel? ¿El médico piensa que tendrá para mucho? Cuanto te agradezco, querida, las molestias que te tomaste por Pablito. Pero si supieras qué trajín con todo lo que pasó y yo no me sentía muy bien. No sabés lo que te agradezco la ayuda que nos prestaste.
Mamá dijo todo eso sin respirar, y Margarita le contestó de un tirón que yo me porté como un hombrecito, la tía Carmen encantada de tenerme allá, el tío Miguel todavía en cama y tenía para rato porque el médico le había ordenado reposo absoluto durante un mes más por lo menos.
Llegamos a casa a la hora de la cena; la mesa estaba puesta y en seguida de lavarnos las manos nos sentamos a comer.
Mamá se echó sobre el sillón de la salita diciendo que le dolían los riñones y le pidió a Tina, la muchacha, que le llevara la comida allí. Margarita ocupó la silla de mamá y entonces noté que el lugar del abuelo estaba vacío.
-¿Y el abuelo?- Pregunté con sorpresa.
Los grandes se miraron entre sí, y luego, lentamente y dando muchos rodeos, papá me comunicó que el abuelo se había ido de viaje, un largo viaje con destino al cielo o algo así.
Un largo viaje, abuelo. Y así supe que te habías muerto. Y de pronto me di cuenta que todos estaban tristes y yo también.
-¿La muerte es para siempre?-
No me contestaron y no repetí la pregunta. Nadie comió esa noche.
Margarita se quedó en casa hasta que nació la nena. Roja y arrugada. La llamaron Mariana y me prohibieron levantarla de la cuna. Con el tiempo se volvió blanca y gorda y aprendió a decir algunas palabras, entre las que se encontraba mi nombre.
Fue entonces cuando pusieron una sillita alta en tu lugar, y desde allí Mariana metía las manos en el puré, mientras mamá le daba de comer por cucharadas.
Ellos dejaron de nombrarte, abuelo. Pero yo me acordaba de vos. De tu cabeza canosa, de tu voz fuerte, del bonito reloj de bolsillo que se llevó tío Antonio, de tus cuentos de cacería con el imponente rifle que se llevó tío Juan. Papá hizo un atado con tu ropa y lo mandó al Ejército de Salvación.
Un día al volver de la escuela, entré a tu cuarto, y en lugar de tu cama de bronce, me encontré con la cuna de Mariana y unas cortinas nuevas en la ventana. Unas cortinas con escarabajos y flores.
Me daba rabia ver cómo te iban sacando de la casa que era tuya, que vos mismo mandaste construir; que se llenaba con tus rezongos cuando ponían alto el televisor y cuando te negabas a tomar los remedios que te recetó el médico, y cuando te peleabas con mamá porque a ella le daba náuseas el olor de tu pipa.
(Ella la tiró a la basura, pero yo la recogí y la tengo guardada en la caja de los soldados de plástico).
La casa también se llenaba de música cuando tocabas el piano. Papá te decía que por qué no cambiabas el repertorio, pero a mí me gustaban esas cosas “antiguas” que tocabas; especialmente la marcha de los aliados en la primera guerra.
Yo la tarareo cuando luego a los soldados y los indios y me imagino que me acompañas con el piano.
Te extraño abuelo. Aunque me tiraba s del pelo cuando hacía ruido para tomar la sopa y te quedabas dormido mientras jugábamos a las cartas.
Tengo ganas de verte, pero no sé dónde.
Aquí en casa no, abuelo. Mejor no porque si vinieras sería un verdadero problema, no sabrían dónde meterte. Se armaría un lío.
Además, ya vendieron el piano




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